En el siglo XVIII, Montevideo era una pequeña población rodeada de murallas, una guarnición militar. A su puerto llegaban muchos barcos y, en ellos, viajeros que registraron con detalle la vida cotidiana de la pequeña ciudad.
Los viajeros que visitaron la ciudad la describieron como un lugar acogedor, cuyos habitantes eran amables y conversadores. El mate, símbolo de hospitalidad, estaba a disposición de todos los que visitaran una casa, de una familia de clase acomodada o del más humilde de los habitantes de la ciudad. El ritmo de la ciudad era tranquilo y lento. La vida estaba regulada por la religión. La campana de la Catedral marcaba las horas. Nadie faltaba los domingos a la misa.
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